"No estábamos ya en la época de las Mil y Una Noches.
En nuestras sociedades contemporáneas,
sean socialistas o capitalistas,
ser narrador ya no es, por desgracia,
un oficio".
A Dai
Sijie le ha salido una novela bastante
irregular aunque cargada de contenido.
Irregular por los experimentos de un narrador
que de pronto da la voz a dos personajes en un momento en que no tiene ningún
sentido. El mismo narrador que se empeña en sacarnos de la historia y romper la
intensidad y la verosimilitud del relato. Hay maneras más elaboradas de introducir
una nota histórica que ese chirriante “Dos palabras sobre la reeducación”;
se hacen innecesarios recuerdos como el siguiente: “he mencionado ya su nombre
al relatar nuestro encuentro con el padre de la Sastrecilla”, en una novela de
192 páginas y un puñado de personajes.
Tomando el texto como un homenaje
a la literatura, me quedo con su parte de Balzac, con las escenas con una
maleta cargada de libros como protagonista, con esa versión china de Un viejo que leía novelas de amor,
recordando la parte más sagrada del libro como objeto. Aquí el choque cultural
es mucho menor (o no está tan explorado) que en la novela de Sepúlveda. Como en
aquella, me quedo con ganas de más Balzac y menos sastrecilla, personaje que
fascina a muchos lectores (a través de los ojos de los protagonistas) pero que
se queda corta encarnando el poder liberador de la lectura.
Esa fair lady, esa Marisela que escapa del afán educador de su maestro,
es la protagonista de un final decepcionante con una sentencia que no es
precisamente para poner en tu estado de Whats App: “la belleza de una mujer es un tesoro que no
tiene precio”. Belleza – mujer – precio. No me suena a libertad, a
transgresión, a futuro.
El homenaje no se queda solo en lo literario,
sino que enfrenta el arte a la ignorancia. En esa gran escena que abre el libro,
el protagonista tiene que salvar su violín del oscurantismo de unos aldeanos
que sin embargo quedan fascinados por el mecanismo de un simple despertador. El
cine es la tercera vía de escape de estos personajes atrapados en un laberinto
de normas y prohibiciones absurdas.
Dai Sijie reivindica la literatura más pura,
la oral, en sus formas más primitivas (el molinero y sus canciones populares) y
en las más elaboradas, con uno de los personajes principales convertido en
narrador profesional, contador de historias, portador de la palabra. La escena
del cine oral es una de mis
preferidas.
Los héroes siguen cierto patrón clásico en su
evolución: expulsados de su hogar, deben pasar una serie de pruebas (el trabajo
en el campo, la mina, el acantilado), encuentran un objeto mágico (la maleta),
luchan por el amor de la princesa y reciben oráculos en forma de pesadillas y
alucinaciones.
Los libros, por su parte, terminan, a lo Ray
Bradbury, en la hoguera (¿por despecho?) en una escena demasiado obvia y
tirando a lo sensiblero:
La cerilla estuvo a punto de apagarse a medio camino y
ahogarse en su propio humo negro, pero recuperó el aliento, vacilando, y se
acercó a Papá Goriot que yacía en el
suelo, ante la casa sobre pilotes. Las hojas de papel, lamidas por el fuego, se
retorcieron, se acurrucaron unas contra otras y las palabras se lanzaron hacia
el exterior. La pobre muchacha francesa fue despertada de su sueño de sonámbula
por este incendio; quiso huir pero era demasiado tarde. Cuando encontró a su
amado primo, estaba ya sumida en llamas, con los fetichistas del dinero, sus
pretendientes y su millón de herencia convertidos todos en humo.
Tres cerillas más encendieron, simultáneamente, las hogueras
de El primo Pons, de El coronel Chabert y de Eugenia Grandet. La quinta alcanzó a
Quasimodo que, con sus abultamientos óseos, huía por los adoquines de
Notre-Dame de París, con Esmeralda a cuestas. La sexta cayó sobre Madame Bovary. Pero la llama tuvo de
pronto un momento de lucidez en el interior de su propia locura, y no quiso
comenzar por la página donde Emma, en la habitación de un hotel de Ruán,
fumando en la cama con su joven amante acurrucado a su lado, murmuraba: «Me
abandonarás…». Aquella cerilla, furiosa pero selectiva, decidió atacar el final
del libro, la escena en la que Emma cree, justo antes de morir, escuchar a un
cantor ciego.
P.D. El año pasado Mo Yan nos dejó noqueados
con su escatología. Se confirma el gusto de los autores chinos por lo
escabroso: aborto, piojos, excrementos, sangre coagulada… La estrella en este
caso es la escena de dentista improvisado perforando una caries con una aguja
de coser. Es curioso que este hecho (al igual que el relato del buey sangrante
que sacrifican para Cuatrojos) aporta poca cosa a la trama, pero sin embargo es
descrito con toda la minuciosidad del mundo.
Dai Sijie
Balzac y la joven costurera china
Barcelona,
Salamandra, 2001
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