16 de octubre de 2015

Más Balzac y menos sastrecilla

"No estábamos ya en la época de las Mil y Una Noches.
En nuestras sociedades contemporáneas,
sean socialistas o capitalistas,
ser narrador ya no es, por desgracia,
un oficio".


A Dai Sijie  le ha salido una novela bastante irregular aunque cargada de contenido.

Irregular por los experimentos de un narrador que de pronto da la voz a dos personajes en un momento en que no tiene ningún sentido. El mismo narrador que se empeña en sacarnos de la historia y romper la intensidad y la verosimilitud del relato. Hay maneras más elaboradas de introducir una nota histórica que ese chirriante “Dos palabras sobre la reeducación”; se hacen innecesarios recuerdos como el siguiente: “he mencionado ya su nombre al relatar nuestro encuentro con el padre de la Sastrecilla”, en una novela de 192 páginas y un puñado de personajes.

Tomando el texto como un homenaje a la literatura, me quedo con su parte de Balzac, con las escenas con una maleta cargada de libros como protagonista, con esa versión china de Un viejo que leía novelas de amor, recordando la parte más sagrada del libro como objeto. Aquí el choque cultural es mucho menor (o no está tan explorado) que en la novela de Sepúlveda. Como en aquella, me quedo con ganas de más Balzac y menos sastrecilla, personaje que fascina a muchos lectores (a través de los ojos de los protagonistas) pero que se queda corta encarnando el poder liberador de la lectura.

Esa fair lady, esa Marisela que escapa del afán educador de su maestro, es la protagonista de un final decepcionante con una sentencia que no es precisamente para poner en tu estado de Whats App: la belleza de una mujer es un tesoro que no tiene precio”. Belleza – mujer – precio. No me suena a libertad, a transgresión, a futuro.

El homenaje no se queda solo en lo literario, sino que enfrenta el arte a la ignorancia. En esa gran escena que abre el libro, el protagonista tiene que salvar su violín del oscurantismo de unos aldeanos que sin embargo quedan fascinados por el mecanismo de un simple despertador. El cine es la tercera vía de escape de estos personajes atrapados en un laberinto de normas y prohibiciones absurdas.

Dai Sijie reivindica la literatura más pura, la oral, en sus formas más primitivas (el molinero y sus canciones populares) y en las más elaboradas, con uno de los personajes principales convertido en narrador profesional, contador de historias, portador de la palabra. La escena del cine oral es una de mis preferidas.

Los héroes siguen cierto patrón clásico en su evolución: expulsados de su hogar, deben pasar una serie de pruebas (el trabajo en el campo, la mina, el acantilado), encuentran un objeto mágico (la maleta), luchan por el amor de la princesa y reciben oráculos en forma de pesadillas y alucinaciones.
Los libros, por su parte, terminan, a lo Ray Bradbury, en la hoguera (¿por despecho?) en una escena demasiado obvia y tirando a lo sensiblero:

La cerilla estuvo a punto de apagarse a medio camino y ahogarse en su propio humo negro, pero recuperó el aliento, vacilando, y se acercó a Papá Goriot que yacía en el suelo, ante la casa sobre pilotes. Las hojas de papel, lamidas por el fuego, se retorcieron, se acurrucaron unas contra otras y las palabras se lanzaron hacia el exterior. La pobre muchacha francesa fue despertada de su sueño de sonámbula por este incendio; quiso huir pero era demasiado tarde. Cuando encontró a su amado primo, estaba ya sumida en llamas, con los fetichistas del dinero, sus pretendientes y su millón de herencia convertidos todos en humo.
Tres cerillas más encendieron, simultáneamente, las hogueras de El primo Pons, de El coronel Chabert y de Eugenia Grandet. La quinta alcanzó a Quasimodo que, con sus abultamientos óseos, huía por los adoquines de Notre-Dame de París, con Esmeralda a cuestas. La sexta cayó sobre Madame Bovary. Pero la llama tuvo de pronto un momento de lucidez en el interior de su propia locura, y no quiso comenzar por la página donde Emma, en la habitación de un hotel de Ruán, fumando en la cama con su joven amante acurrucado a su lado, murmuraba: «Me abandonarás…». Aquella cerilla, furiosa pero selectiva, decidió atacar el final del libro, la escena en la que Emma cree, justo antes de morir, escuchar a un cantor ciego.


P.D. El año pasado Mo Yan nos dejó noqueados con su escatología. Se confirma el gusto de los autores chinos por lo escabroso: aborto, piojos, excrementos, sangre coagulada… La estrella en este caso es la escena de dentista improvisado perforando una caries con una aguja de coser. Es curioso que este hecho (al igual que el relato del buey sangrante que sacrifican para Cuatrojos) aporta poca cosa a la trama, pero sin embargo es descrito con toda la minuciosidad del mundo.














Dai Sijie
Balzac y la joven costurera china
Barcelona, Salamandra, 2001 

No hay comentarios:

Publicar un comentario