“Siempre llega algo para lo que no estamos preparados, que
coge por sorpresa a los profetas”.
Leer a
Chirbes es agotador. Pero no en el
buen sentido.
No es por su
pesimismo. No es por sus paisajes de desechos, ladrillos y ceniza. No es por la
omnipresente sensación de muerte y crematorio.
Es por esa
manía tan moderna (y por lo visto tan
del gusto de los críticos) del monólogo interior pesado, con tiempos
superpuestos, voces cambiantes y atisbos de tramas ocultas que hay que alabar
porque denotan un manejo técnico
excepcional y un control del
universo narrativo.
Debajo del lenguaje están unos
personajes que no me extraña que algún productor de televisión se los pidiese
por reyes:
Rubén
Bertomeu, el malvado especulador inmobiliario, el único coherente triunfador,
el fascinante poderoso, el gran protagonista que eclipsa al resto de satélites.
Matías, el
muerto, la excusa, la trampa, porque el crematorio no es solo su destino, ni la
muerte le ha alcanzado solo a él. “Es Quevedo. Ayer se fue, mañana no ha
llegado: ése es el tema del arte, de todas las artes, no hay otro”.
Silvia, hija
llena de ira, enamorada (o sugestionada o como se llame ese personaje de la
mitología griega que le presta el síndrome de buscar al padre ausente en el
amor de otros) de su tío.
Mónica, la
mujer veinteañera del viejo Rubén, caprichosa, interesada, embarazada.
Federico
Brouard, escritor (por supuesto),
fracasado, homosexual, enfermo, ex amigo, condenado.
Misent, una
ciudad que avanza malignamente como un cáncer, y sus estampas idílicas: “Se ha
detenido otra vez el viento, y a través de esa calma, desde el lugar en el que
escarba el perro, se abre paso un olor dulzón, de vieja carroña, que impregna
el aire”.
El olor. El
olor de la guerra. Del mal en sus formas más terrestres.
Y los secundarios:
las putas, los rusos matones, las nietas conflictivas, los amantes, las madres
autoritarias, los políticos corruptos.
Bajo las
capas del lenguaje y los personajes, el lector puede encontrar algún tesoro,
alguna reflexión descolgada que consigue romper el muro de palabras que levanta el autor. Hay dos grandes temas: el
tiempo y el progreso.
El tiempo:
“Todas las
juventudes se parecen, es en la madurez cuando empieza la diferencia, nos
diferenciamos en cómo resolvemos esa desazón originaria, en cómo abordamos el
cruce de caminos que se nos presenta a la salida de la juventud. El tiempo que
perdimos. La imposibilidad de recuperarlo. (…) Uno nunca sabe si hay otra forma
de madurar que no sea perdiendo todo ese tiempo”.
“Uno acumula
saber como las urracas, oye miles de discos, lee libro tras libro, ve cientos
de programas de televisión, hojea millones de revistas a lo largo de la vida,
piensa, se informa, y luego se muere, y seguramente, si le queda un hilo de
lucidez, piensa también en todo el tiempo que ha perdido”.
Y el
¿progreso?:
“Hoy
llamamos progreso a algo que no sabemos cómo lo llamarán los que vengan”.
Dicen que
Chirbes cuando vio la adaptación de su
novela a la televisión afirmó que era otra cosa totalmente diferente a su
texto, porque había trama a partir del “puro lenguaje” que era su novela.
Después
dijeron los críticos de televisión, de la misma escuela que los críticos
literarios, que la serie es maravillosa, un hito en la producción audiovisual
española. Lo del hito puede ser, dada la historia de la producción audiovisual
española... Pero a lo de maravillosa, ni caso.
Rafael Chirbes
Crematorio
Barcelona,
Anagrama, 2014
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