22 de abril de 2015

El abismo del mundo de Lluc Berga Espart


Primer libro sobre el que hay unanimidad en el grupo. No sabemos qué extraño azar lo puso en nuestras vidas y por qué decidimos escogerlo entre todos los títulos de las bibliotecas españolas. El caso es que es un tocho de 704 páginas. Salvo una valiente (que casi llega a las 300), la mayoría lo abandonamos antes de la 40 (aunque casi lo dejo en la segunda al leer el nombre de Borges escrito en vano). Aún así, y corriendo un gran riesgo, nos atrevemos a opinar sin haber leído.

La contraportada dice:
“Yosahur, Edgar y Job abandonan su pueblo en busca de El abismo del mundo, ese lugar geométrico donde en la Antigüedad se creía que finalizaba la tierra. Aún ignoran que cada uno de ellos será perseguido por una obsesión proveniente de la infancia y que marcará el destino trágico de sus vidas.
Mientras recorren la Historia de la Humanidad, tres misterios se van entrelazando a lo largo de las páginas: un balancín, unos pergaminos indescifrables, una muchacha sin nombre ni pasado.
Una novela cuyo eje es la amistad, el amor y la libertad. Un viaje fascinante por el espacio-tiempo. Un relato épico y mítico donde los relojes siguen su propio curso, regidos por el atlas y el calendario anacrónico de la memoria y el alma”.

Corregimos (osadamente):
“Yosahur, Edgar y Job (tres personajes mal construidos que no despiertan en el lector ni un mínimo de curiosidad) abandonan su pueblo (un lugar fuera del tiempo y del espacio) en busca de El abismo del mundo, ese lugar geométrico donde en la Antigüedad se creía que finalizaba la tierra. Aún ignoran que cada uno de ellos será perseguido por una obsesión proveniente de la infancia y que marcará el destino trágico de sus vidas (mientras tanto el lector ignora muchas cosas y conoce al detalle otras que le interesarán más bien poco).
Mientras recorren la Historia de la Humanidad (o la historia de la humanidad los recorre a ellos), tres misterios se van entrelazando a lo largo de las páginas: un balancín (el valor simbólico y misterioso del balancín no requiere más comentarios), unos pergaminos indescifrables (mal descritos, insulsos, olvidables), una muchacha sin nombre ni pasado (la típica muchacha sin nombre ni pasado, en la línea del balancín misterioso).
Una novela cuyo eje es la amistad, el amor y la libertad (hablar de ejes es excesivo cuando no hay estructura ni estilo). Un viaje fascinante (mareante, sin rumbo, confuso, aburrido) por el espacio-tiempo. Un relato épico y mítico (totalmente plano, sin vida) donde los relojes siguen su propio curso, regidos por el atlas y el calendario anacrónico de la memoria y el alma”.

Desde la primera página, con esta descripción interminable:


falla todo: protagonistas infantiles, falta de ritmo, lenguaje recargado y vacío, ambiente confuso… El lector nunca sabe dónde está ni cuándo (y muy pronto dejará de importarle). 

Dos avisos: 1. Sabemos que algunos de estos "fallos" pueden convertirse en virtudes en otros libros, pero no aquí. 2. Que conste que somos un grupo muy variado y bastante optimista, que hemos conseguido sacar virtudes de otros tochos considerables. No es el caso. 

Apelando a nuestra responsabilidad de lectores, quedáis avisados.

Lluc Berga Espart
El abismo del mundo
Barcelona, Hijos del Hule, 2004




6 comentarios:

  1. Gracias por exponer vuestra opinión tan directa i clara.

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  2. Acabo de leer esa crítica y no voy a decir nada del libro “El abismo del mundo”, ni tan siquiera voy a defenderlo. Voy a dejar que el libro se defienda a sí mismo, cosa que sólo puede hacer la buena literatura, Por tal motivo (como he visto que la página que ustedes han puesto está mal escaneada y es ilegible), me permito reproducir aquí las tres primeras páginas de la novela. El texto habla por sí mismo y estoy convencido que cualquiera que lo lea sabrá sacar sus propias conclusiones. Está también el párrafo donde se menciona el nombre de Borges que casi hace que el redactor de esta crítica abandonase el libro.

    Dejemos que los lectores decidan si estas páginas son o no buenas y si el nombre de Borges está escrito o no en vano.

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  3. –Hay algo más allá, antes del abismo del mundo –susurró Edgar mirando el horizonte.

    Y levantando la cabeza, vio cómo dos surcos de nubes sesgaban el atardecer. “Pronto saldrá la luna”, pensó. Estaba sentado en la cornisa exterior de uno de los ventanales de la biblioteca, sobre la piedra helada, solo y algo indeciso con los planes de la noche, y se removió inquieto, cambiando de posición, hasta apoyar la espalda contra el marco lateral, con las piernas flexionadas. Luego atisbó a través de la vidriera hacia dentro, buscando con la vista a Yosahur. “Siempre está igual, soñando”, se dijo, mientras le localizaba frente a una de las rinconeras de la antecámara central husmeando en los estantes de cartografía. Y volvió a mirar el horizonte, distraído, en el mismo momento en que las nubes, definitivamente, oscurecían el ocaso, y una manta umbrosa, que empezó a acercarse, cubría los tejados y los campos de alrededor, las huertas, los limoneros, hasta abordar el claustro y el ventanal en cuya repisa se aburría Edgar. Entonces, también allí, entre las enredaderas que serpenteaban por el recuadro de la vidriera, el sol se debilitó en matices de rojo, y una porción deslustrada de penumbra se filtró hacia dentro del edificio, sombreando con franjas oscuras la bóveda interior, los pilares húmeros, las interminables estanterías de la biblioteca pública. Sólo un rayo extraviado sorteó los obstáculos: las hojas alargadas y verdinegras, el marco de la ventana, el perfil de Edgar; y cruzó el cristal, confiriendo volumen a las motas de polvo suspendidas en el aire, y arrastrándose, tenaz, como una estela ambarina, por relieves amorfos de objetos escogidos al azar: un anaquel, una carta celeste, los lomos de tres libros amontonados, las patas de un escritorio, otra columna; y sin otro designio que su propia desorientación, rebotó en el vidrio quemado de un quinqué y alcanzó, al fin, rozando apenas, la mano de Yosahur, que se deslizaba entonces por una hoja mientras que el dedo índice, en el ángulo superior, dudaba un instante antes de doblar el pergamino deshilachado, de olor acre, y empujarlo para pasar a la página siguiente, en cuyo margen las letras se multiplicaron encabezando un mapamundi de bordes imprecisos que no contemplaba el mar. Yosahur no conocía el mar más que por referencias, y por tanto tampoco lo notó en falta, aunque pensó que cada hombre nacía en un lugar que no había elegido, en un tiempo que le había sido dado, y que él no llegaría a conocer las montañas, ni los palacios que se mencionaban en las epopeyas, ni los animales fabulosos que alguien había dibujado en esos libros, ni aquellos ríos de una lámina escolar, ni aquellas culturas exóticas perdidas en unos montes cuyo nombre no recordaba, y que alguna vez leyó en un tratado de mitología, o que extrajo de una leyenda que había viajado de voz en voz a través de los siglos primeros. Pensó que nunca sabría cómo vivieron aquellos que vivieron antes que él, ni quienes habrían de vivir después, ni quién habitó la casa que ahora él habitaba, ni cómo fue su aldea en el siglo anterior, o la calle que le conducía a la escuela tan sólo seis años antes, o esa plaza donde se levantaba el templo; ni tan siquiera qué había antes allí mismo, en esa biblioteca repleta ahora de libros que se pudrían de dentro a fuera, y que él reseguía con las manos y la imaginación. Y pensó que todo era ilimitado, y que cada hombre era quien delimitaba obstinadamente las cosas, como lo hacían aquellas líneas onduladas del mapamundi, torcidas, que pretendían representar en el restringido espacio de doce centímetros cuadrados, todo el mundo conocido.

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  4. Pero también el espacio real de Yosahur, a sus dieciocho años, alcanzaba sólo una dimensión reducida, como el de tantos otros de su pueblo que, con los recuerdos conservados en vinagre, morían en el lecho donde nacieron, centro de aquel diámetro mínimo donde se había desarrollado su existencia.

    Alentando la imaginación, Yosahur pensó en el azar, en lo que determinaba el hecho de haber nacido en un tiempo y lugar preestablecidos, e intentó fabular con las otras vidas que no viviría, incontables, infinitas casi, como todas las letras de esas páginas e historias que se extendían ante sus ojos. Entonces pensó en algo que había leído alguna vez, en el Ka: el principio, y en el Aleph: el todo; dos conceptos contradictorios porque no existía principio en el todo, ni final, ni posibilidades para otras vidas. Y de pronto se preguntó si había un destino escrito para cada uno, y aunque sabía que no existían muchas probabilidades de ello, se empeñó en creer entonces que sí, del mismo modo que cuando era niño creía en esos reyes magos que viajaban bajo la luna siguiendo el rastro de una estrella de pesebre, en esos regalos que dejaban en su balcón, entre la parra leñosa, en sus zapatos pequeños; y sin ningún motivo, constató que la existencia debía de ser un libro circular, como de Borges, con un lomo interior que se mordía la cola, y se quedó absorto en esa idea, paralizado, soñoliento casi, hasta el instante en que sintió en la nuca la fuerza de unos ojos. Fue como un cosquilleo, como cuando su madre, de pequeño, a la hora de cenar, le mandaba a la bodega en busca de aceite, o de vino o de albaricoques en almíbar, y él se precipitaba hacia las escaleras que por un instante descendían atropelladamente al sótano de un terror antiguo, con la sensación de que el coco o el hombre del saco le perseguía, le acechaba, pisaba su sombra y le atrapaba al fin. Y sintió entonces un agujero que le tragaba hacia dentro. Y después nada: se giró y a la altura del estante que quedaba a su derecha, se topó con unos labios sonrojados que, al elevar un poco más la vista, se trocaron en los ojos verdes de una joven que le observaba detenidamente. Duró un momento, pues su mirada, que de repente se encontró con la de Yosahur como un golpe no presentido, la puso a la defensiva, hasta el punto de volverse de espaldas para fingir una indiferencia ya indisimulable.

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  5. Era una muchacha de unos diecisiete años, rubia, de una delgadez angustiosa, y aunque Yosahur estaba seguro de que no era del pueblo, había algo significativo en su expresión, en sus ojos verdes quizás, que le resultaba familiar, y por un momento le abordó un miedo insondable, sutil, que no volvería a sentir hasta mucho tiempo después. Yosahur no sabría con exactitud qué pensó entonces. Lejos de allí, sólo recordaría que ella caminó, con la mirada abstraída en un viejo manuscrito, hacia la rinconera en que él curioseaba los tratados de cartografía. Pero no se ubicó a su lado. Dio un giro brusco al final del trayecto y se encaró a su misma estantería por la banda opuesta, desprendiendo a su paso una fragancia a lirios y rosas silvestres que quedó flotando en el ambiente. Fue entonces cuando, al fondo, Yosahur vio a Job, un joven de su edad con quien apenas trataba. Lo distinguió apoyado en el pasamanos de la escalinata que llevaba al piso superior, con los cabellos rubios revueltos y una pose inhóspita que acentuaba su complexión musculosa, robusta, y se preguntó qué diablos haría en la biblioteca alguien tan tosco e insensible como él. Pero no hizo caso y, pensando de nuevo en la desconocida, siguió leyendo sin desatender a sus sentidos, esperando, entre las arcadas salitrosas y los vetustos anaqueles, una frase reveladora, o quizá otra mirada descaradamente fija, imposible de todos modos entonces, con el muro de libros que los separaba. Planeaba sacar un par de tomos del estante para abrirse paso visualmente, cuando de pronto notó una mano en el hombro y una voz femenina que preguntaba con empeño: “¿Qué haces aquí?”. La voz le era conocida, pero le fue difícil asociarla. Sintió un escalofrío, como si sus pensamientos, por intensos, hubieran sido captados por alguien. “Hola, Zelfa”, consiguió articular en un brusco regreso al presente. Si bien no había hecho nada reprobable, tenía la sensación de haber pecado, no contra Zelfa, sino contra sí mismo y la fidelidad absurda de sus propios sentimientos. Ya no oía ya el ajetreo de hojas al otro lado del estante, e intuía que la joven de los ojos verdes había desaparecido sin darle tiempo de interferir en su destino. “¿Vamos fuera? –dijo la muchacha–. Está Edgar”. No era una pregunta y no esperó la respuesta. Agarró la mano de Yosahur y le arrastró hasta la salida. Desde el umbral, durante un segundo, éste pudo girarse y observar la estantería recientemente abandonada. Allí seguía aún la joven desconocida, encarada hacia él y mirándole fijamente.

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  6. El texto parecía muy apretado y denso y me ha costado decidirme a leerlo. Pero vale la pena. Muy bueno. Estoy de acuerdo de que habla por sí mismo y que todo lo que se pueda decir sobra. De todos modos, cada lector es un mundo y entiendo que a los del club de lectura de Orense no les haya gustado. Es probable que este inicio les haya resultado demasiado literario y profundo, con poco movimiento de los personajes y poco avance para la trama.

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